*Scat: técnica vocal de jazz consistente en la improvisación mediante palabras, sílabas o sonidos sin sentido.*
«Hay que amar para saber tocar» (Louis Armstrong)
Si os digo que no recuerdo la fecha concreta, creedme. Era el primer tercio del siglo XX. Algún lugar entre Nueva York, Nueva Orleans o cualquier otra Nueva.
Corrían aquellos años en que el jazz era como el oxígeno, se respiraba en cualquier parte. No solo en pequeños bares llenos de humo y bebida, con sillas de una madera más antigua que el dueño y pequeños escenarios. También se veía en las calles. Se escuchaba en las casas. Se vivía el jazz con cada paso que dabas bajando una avenida.
Tenía un empleo (si se puede llamar así) en una de esas radios locales hasta las trancas de polvo. Me encargaba de una seccioncilla en la que daba cabida a músicos que estaban empezando y rompía una lanza a favor de la gente negra, vapuleada por la sociedad de entonces.
Pero no estamos aquí para vanagloriarme de algún descubrimiento como el de un joven y blanco Glenn Miller o a una joven, ardiente y potente Nina Simone a la que recibí con los brazos abiertos, poco antes de que me lanzaran fuera de allí sin derecho siquiera a recoger mi cactus. ¿El porqué de este despido? Bueno, eso es otra historia.
Estamos aquí para dejar constancia de uno de mis múltiples tropiezos. Meteduras pata, si queréis llamarlo así.
Era una de esas mañanas inútiles en las que te preguntas por qué te has levantado y ni siquiera te dignas a tachar el día del calendario. Me encontraba ordenando unos vinilos, preparándolos para mi sección nocturna. De repente, como una tromba en un bancal, entró el jefe al grito de:
– Tú, esta tarde va a venir el director y no quiero verte pululando por aquí. Ve a comprar una botella de Jack Daniel’s y esfúmate.
Soltó aquellas palabras entre fuertes respiraciones, como si el aire se negara a quedarse un solo segundo en su interior. Me lanzó un par de dólares y me arreó como se arrea a una oveja que se aleja de la cañada, y salí de allí.
Unas calles más abajo de la emisora confluían varios pseudoantros donde podría adquirir el whisky. Entré al primero que encontré. Entre la niebla creada por el humo de los cigarrillos, la tibia luz que se colaba por la puerta y por las ventanas atestadas de polvo, y la ayuda de unas tímidas lámparas de mesa, pude distinguir la barra.
Allí me atendió una señora entrada en años, de firmes y curtidas manos y ojos de experiencia rebosante. Le pedí la botella pero comenzó a hablar conmigo y acabó convenciéndome para que me quedara a tomar una copa.
La banal conversación que manteníamos se vio interrumpida por una trompeta. Giré mi cabeza al instante. Allí estaba, sobre el escenario, un músico que, más que tocar su instrumento, era uno con él. Juro que nunca había oído esa potencia, esas improvisaciones surgidas de una mente de vasta experiencia vital, esa elegancia, savoir faire y sentido del groove.
Pero aquella magia fue decayendo hasta el punto de que comenzó a fallar alguna nota suelta. En aquel momento, se veían las gotas de sudor resbalando por su frente y, de pronto, dejó el instrumento y bajó rápidamente del escenario hacia la calle.
Me quedé sorprendido y salí de allí de camino a la emisora, a dejar cumplido el encargo.
En cuanto atravesé la puerta, aquel músico me paró y me dijo:
– Eh, ¿eso es whisky? Dame un trago.
– Me metes en un lío si te dejo darle un tiento a la botella – le respondí. Me la quitó de las manos, la abrió y empezó a beber de ella bajo mis ojos, abiertos como platos.
– Gracias, te debo una, soy Louis -. Supongo que vio el enfado en mi cara porque, acto seguido, añadió- Ven conmigo cuando termine el concierto o como se le pueda llamar a esto, te pagaré dos más, incluso puede que consigas alguna de las mujeres del público. Dime, ¿sabes tocar algún instrumento? – su voz ronca se arrastraba a causa del alcohol.
– No, señor.
– ¿Sabes hacer algo? – preguntó, visiblemente decepcionado.
– Soy técnico en una pequeña emisora local. Podría decirse que soy una especie de “ingeniero de sonido”.
– Me vale.
Se giró hacia el local, me agarró del hombro y me metió allí.
Cogió la trompeta como quien abraza a un antiguo amigo suyo, acercó los labios a la embocadura y comenzó a fluir el jazz como un río desbordante y vivo con pajarita y esmoquin. Juraría que en algún momento se me caería la baba puesto que pasé todo ese cúmulo de minutos con la boca abierta.
Después de aquel despliegue de pasión, gusto y vida, bajó como un trueno de las tablas, me enganchó de la manga y dijo:
– Vayámonos de aquí, al estudio, tengo una idea, ¡vamos, pasmarote!
Llegamos a un viejo edificio a un par de calles de allí. El lugar era húmedo, nada nuevo en aquella ciudad.
Me puso a los mandos de la precaria mesa de sonido y se metió en la pequeña pecera. Allí, me hizo una seña, comencé a grabar y su trompeta comenzó a matar al silencio a besos de notas.
Me dejé llevar por aquellas melodías cargadas de pasión pero algo me sacó de la ensoñación en la que me encontraba: uno de los cables estaba muy tirante y justo detrás de Armstrong. Si en uno de aquellos aspavientos tan expresivos que hacía se tropezaba, corría el peligro de romperse algo.
Entré en la sala cual silencioso felino al acecho de su presa. Comencé a soltar cable. Me quedé embelesado observando a aquel maestro. Tal fue mi abstracción que tropecé y le tiré el atril donde tenía las partituras.
Se hizo un silencio sepulcral. Podría haberse cortado con un cuchillo de mantequilla oxidado y de filo de goma. Sus ojos estaban clavados en mí. Me traspasaban. Se clavaban como millones de astillas de esas que escuecen. El tiempo parecía haberse parado. Incluso la luz que desprendía aquella tímida bombilla que colgaba del techo parecía no querer tener nada que ver en aquello y rebajó su intensidad. Necesitaba romper aquel silencio. Comencé a canturrear lo que él había estado tocando (de una forma casi gallinácea, todo hay que decirlo), bajo la iracunda mirada del músico. Y además, intentando recoger los papeles del suelo.
De pronto, me agarró por las solapas, pegó su cara a mí y me dijo en un tono que heló la sangre:
– Repite eso que acabas de hacer.
Sin entender nada, seguí canturreando sin sentido. Me soltó y agarró la botella de Jack Daniel’s, apurándola hasta la última gota.
Con ojos cristalinos y llameando de ira, comenzó a dirigirse hacia mí con el dedo levantado a punto de decir algo pero, a medio camino, cayó a plomo, presa del alcohol sin duda.
Comencé a escuchar unos ronquidos dignos de un león salvaje, sonreí levemente, salí, paré la grabación y le dejé una pequeña nota en la que me disculpaba.
No volví a verle. Supongo que encontró aquella grabación y comenzó a replicar, de manera magistral, aquel estúpido canturreo que hice para evitar que me diese un infarto presa de la vergüenza. Por definirlo de alguna manera, cogió aquel pedrusco inútil y lo convirtió en un diamante reluciente.
Pero bueno, el resto es historia.
Louis Armstrong se convirtió en el padre del scat y yo continué mis andaduras allí donde me llevasen las circunstancias.
Y, mencionando al acervo popular, de lo que os digan, no creáis la mitad y, de la otra mitad, desconfiad.
– David Navarro –